Cuando colgó el auricular la sopa todavía humeaba, inútilmente, entre los platos de embutido y marisco. Supo que esta vez no sería distinto, aunque lo había parecido.
-¡Viene mi hijo! –le había dicho a Miguel, el carnicero, la tarde anterior al comprar los ingredientes para la comida. Un enorme banquete para su diminuta pensión.
Había avisado a las compañeras del club de lectura de que no acudiría a la reunión de la semana, “porque viene mi hijo”.
-¿Seguro? –le contestaron con aquella mirada que no llegaba a ser aviesa-. Mira que otras veces ya te lo ha hecho.
-¡Y tanto que seguro! Me trae por fin a mi nieto para que lo conozca –dijo.
Pero se equivocaba.
Ahora tenía toda aquella comida para ella sola. Sola. También tenía toda aquella tarde, que pasaría tan despacio, para imaginar a su nieto. Algo tendría que contar al día siguiente a las del club.
“No pasa nada, hijo. Tú tranquilo”, le había dicho.
Pero sí pasaba.